domingo, 29 de junio de 2014

LA MEDIA FRAZADA



            Don Roque era ya un anciano cuando murió su esposa. Durante largos años había trabajado con ahínco para sacar adelante a su familia. Su mayor deseo era ver a su hijo convertido en un hombre de bien, respetado por los demás, ya que para lograrlo dedicó su vida y su escasa fortuna. A los setenta años, don Roque se encontraba sin fuerzas, sin esperanzas, solo y lleno de  recuerdos.
            Esperaba que su hijo ahora brillante profesional, le ofreciera su apoyo y comprensión, pero veía pasar los días sin que éste apareciera y decidió por primera vez en su vida pedirle un favor. Don Roque tocó la puerta de la casa donde vivía su hijo con su familia.
—¡Hola, papá, que milagro que vienes por aquí!
—Ya sabes que no me gusta molestarte, pero me siento muy solo, además estoy cansado y viejo.
—Pues, a nosotros nos da mucho  gusto que vengas a visitarnos, ya sabes que ésta es tu casa.
—Gracias, hijo,  sabía que podía contar contigo, pero temía ser un estorbo.
Entonces, ¿no te molestaría que me quedara a vivir con ustedes? ¡Me siento tan solo!
            —¿Quedarte a vivir aquí? Sí… Claro… Pero no sé si estarías a gusto. Tú sabes, la casa es chica… Mi esposa es muy especial… Y luego los niños.
—Mira, hijo, si te causo muchas molestias, olvídalo. No te preocupes por mí, alguien me tenderá la mano.
—No, papá, no es eso. Solo que no se ocurre dónde podrías dormir. No puedo sacar a nadie de su cuarto, mis hijos no me lo perdonarían… A menos que no te moleste…
—¿Qué, hijo?
            —Dormir en el patio…
 —Dormir en el patio… Está bien.
El hijo de don Roque llamó a su hijo de once años
            —Dime papá.
            —Mira, hijo tu abuelito se quedará a vivir con nosotros. Tráele una frazada para que se tape en la noche.
            Sí con gusto… Y, ¿dónde va a dormir?
            —En el patio, no quiere que nos incomodemos por su culpa.
Luis subió por la frazada, tomó unas tijeras y la cortó en dos en ese momento llegó su padre.
            —¿Qué haces Luis? ¿Por qué cortas la frazada de tu abuelito?
            —Sabes papa,  estaba pensando…
            —¿Pensando en qué?
            —En guardar la media frazada para cuando tú seas viejo y vayas a vivir a mi casa.
                                                                                                                      Anónimo

domingo, 22 de junio de 2014

EL CAMBIO CLIMÁTICO



Estamos otra vez de ola de calor. Esta, según los meteorólogos,va a ser más  prolongada y
un poco menos fuerte que la que vivimos la primera semana de agosto, pero el mapa de previsión de la Agencia española de meteorología (AEMET) sigue siendo para enmarcar.

Las predicciones científicas se van cumpliendo una tras otra, los fenómenos meteorológicos extremos como las grandes lluvias torrenciales, las sequías más severas o las olas de calor son cada vez más frecuentes y no hay tiempo que perder.
El cambio climático está ya en nuestro día a día, amenaza con inundar a los estados isla del Pacífico, derretir los polos o convertir en inhabitable gran parte del continente africano pero, por si esto fuera poco, debes saber que también te amenaza a ti. Tu entorno, tus costumbres, tu bolsillo...en dos palabras: tu vida, como la conoces, va a cambiar si no lo conseguimos frenar a tiempo.
El cambio climático está afectando gravemente a la flora y la fauna españolas, pero también a nuestros cultivos, a nuestra pesca, a nuestro vino... y ¡hasta a nuestro mejillón! Está reduciendo la disponibilidad de recursos hídricos en las épocas de mayor afluencia turística y hace que pasear por algunas de nuestras ciudades en verano sea más una tortura que un placer.
El aumento del nivel del mar, lento pero constante, pone en peligro muchas de nuestras mejores playas y en algunas zonas de la península y las islas amenaza también a las construcciones que hay a escasa distancia de la costa.
Además, el cambio climático es uno de los factores que inciden en la proliferación de colonias de medusas que cada vez nos dan más la brasa en las playas, contribuye, con las sequías y las elevadas temperaturas, a sentar las bases para que proliferen los grandes incendios forestales y es el causante de gran variedad de problemas de salud entre las franjas más débiles de la población.
Vivimos en un país que se ha caracterizado por tener un clima agradable, un entorno inigualable y productos de primera calidad, tres señas de identidad que el cambio climático, somos líderes en la producción de energías renovables, las
únicas que pueden frenar este proceso a la vez que generan el empleo necesario para sacarnos de la situación económica actual.
Ten muy presente que con el cambio climático tú también tienes mucho que perder.
Aida Vila responsable de la campaña Cambio climático de Greenpeace España
                                                                                                   ( 17-8- 2012) (adaptación)

domingo, 15 de junio de 2014

LA NIÑA DE LAS MANZANAS



Un grupo de vendedores fue a una convención de ventas. Todos les habían prometido a  sus esposas que llegarían a tiempo para cenar el viernes por la noche. Sin embargo, la convención terminó un poco tarde y llegaron  retrasados al aeropuerto.
                Entraron todos con sus boletos y portafolios  corriendo por los pasillos de pasajeros. De repente, y sin quererlo, uno de los vendedores tropezó con una  mesa que tenía una canasta de manzanas. Las manzanas salieron volando por todas partes. Sin detenerse ni voltear para atrás, los vendedores, siguieron corriendo y apenas alcanzaron a subirse al avión. Todos, menos uno.
                Este último vendedor se detuvo, respiró hondo y experimentó un sentimiento de compasión por la dueña del puesto de manzanas.
                Le dijo a sus amigos que siguieran sin él, y le pidió a uno de ellos que al llegar llamara a su esposa y le explicara que iba a llegar en el vuelo siguiente. Luego, regresó al pasillo y encontró todas las manzanas tiradas por el suelo.
                Su sorpresa fue enorme al darse cuenta de que la dueña del puesto era una niña ciega. La encontró llorando, con enormes lágrimas corriendo por sus mejillas. Tanteaba el piso tratando, en vano, de recoger las manzanas, mientras la multitud pasaba vertiginosa, sin detenerse y sin importarle su infortunio.
                El hombre se arrodilló con ella, junto a las manzanas, las metió a la canasta y le ayudó a montar el puesto nuevamente. Mientras lo hacía se dio cuenta de que muchas se habían golpeado y estaban magulladas. Las tomó y las puso en otra canasta.
 Cuando terminó,  saco su cartera y le dijo a la niña:
__Toma, por favor, estos veinte mil pesos por el daño que te hicimos. ¿Estás bien?
Ella llorando, asintió con la cabeza.
                Él continuó diciéndole __Espero  no haber arruinado tu día.
                Adiós.
                Conforme el vendedor empezó a alejarse, la niña le gritó:
                __¡Señor…señor…!
                Él se detuvo y volteó a mirar esos ojos ciegos.
                Ella le preguntó:
                _­_¿Es usted Jesús…?
                Él se paró en seco y dio varias vueltas antes de dirigirse a abordar otro vuelo, con esa pregunta quemándole y vibrando en su alma.
¿Cuántos de nosotros asumimos las consecuencias de nuestros actos?
¿Compensamos a los otros cuando les hemos hecho daño?
¿Nos ponemos en los zapatos del otro?
Jaime Lopera Gutiérrez y María Inés Bernal Trujillo
                                                                              La culpa de la vaca 2

jueves, 12 de junio de 2014

ESPANTOS DE AGOSTO




Llegamos a Arezzo un poco antes del medio día, y perdimos más de dos horas buscando el castillo renacentista que el escritor venezolano Miguel Otero Silva había comprado en aquel recodo idílico de la campiña toscana. Era un domingo de principios de agosto, ardiente y bullicioso, y no era fácil encontrar a alguien que supiera algo en las calles abarrotadas de turistas. Al cabo de muchas tentativas inútiles volvimos al automóvil, abandonamos la ciudad por un sendero de cipreses sin indicaciones viales, y una vieja pastora de gansos nos indicó con precisión dónde estaba el castillo. Antes de despedirse nos preguntó si pensábamos dormir allí, y le contestamos, como lo teníamos previsto, que solo íbamos a almorzar.
                __Menos mal __dijo ella__ porque en esa casa espantan.
Mi esposa y yo, que no creemos en aparecidos de medio día, nos burlamos de su credulidad. Pero nuestros dos hijos, de nueve y siete años, se pusieron dichosos con la idea de conocer un fantasma de cuerpo presente.
                Miguel Otero Silva, que además de buen escritor era un anfitrión espléndido y un comedor refinado,  nos esperaba con un almuerzo de nunca olvidar. Como se nos había hecho tarde no tuvimos tiempo de conocer el interior del castillo antes de sentarnos a la mesa, pero su aspecto desde fuera no tenía nada de pavoroso, y cualquier inquietud se disipaba con la visión completa de la ciudad desde la terraza florida donde estábamos almorzando. Era difícil creer que en aquella colina de casas encaramadas, donde apenas cabían noventa mil personas, hubieran nacido tantos hombres de genio perdurable. Sin embargo, Miguel Otero Silva nos dijo con su humor Caribe que ninguno de tantos era el más insigne de Arezzo.
                __El más grande __sentenció__ fue Ludovico.
Así, apellidos: Ludovico, el gran señor de las artes y la guerra, que había construido aquel castillo de su desgracia, que había construido aquel castillo de su desgracia, y de quien Miguel nos habló durante todo el almuerzo. Nos habló de su poder inmenso, de su amor contrariado y de su muerte espantosa. Nos contó como fue que en un instante de locura del corazón había apuñalado a su dama en el lecho donde acababan de amarse, y luego azuzó contra sí mismo a sus feroces perros de guerra que lo despedazaron a dentelladas. Nos aseguró, muy en serio que a partir de la media noche el espectro de Ludovico deambulaba por la casa en tinieblas tratando de conseguir el  sosiego en su purgatorio de amor.
                El castillo, en realidad era inmenso y sombrío. Pero a pleno día, con el estómago lleno y corazón contento, el relato de Miguel no podía parecer sino una broma como tantas otras suyas para entretener a sus invitados. Los ochenta y dos cuartos que recorrimos sin asombro después de la siesta, habían parecido toda clase de mudanzas de sus dueños sucesivos. Miguel había restaurado por completo la planta baja y se había hecho construir un dormitorio moderno con suelos de mármol e instalaciones para sauna y cultura física, y la terraza de flores intensas donde habíamos almorzado. La segunda planta, que había sido la más usada en el curso de los siglos, era una sucesión de cuartos sin ningún carácter, con muebles de diferentes épocas abandonados a su suerte. Pero en la última se conservaba una habitación intacta por donde el tiempo se había olvidado de pasar. Era el dormitorio de de Ludovico.
                Fue un instante mágico. Allí estaba la cama de cortinas bordadas con hilos de oro, y el sobrecama de prodigios de pasamanería todavía acartonado por la sangre seca de la amante sacrificada. Estaba la chimenea con las cenizas heladas y el  último leño convertido en piedra, el armario con sus armas bien cebadas, y el retrato al óleo del caballero pensativo en un marco de oro, pintado por alguno de los maestros florentinos que no tuvieron la fortuna de sobrevivir a su tiempo. Sin embargo, lo que más me impresionó fue el olor de fresas recientes que permanecía sin explicación posible en el ámbito del dormitorio.
                Los días del verano son largos y parsimoniosos en la Toscana, y el horizonte se mantiene en su sitio hasta la nueve de la noche. Cuando terminamos de conocer el castillo eran más de la cinco, pero Miguel insistió en llevarnos a ver los frescos  de Piero de la Francesca en la iglesia de Iglesia de San Francisco, luego nos tomamos un café conversando bajo las pérgolas de la plaza, y cuando regresamos para recoger las maletas encontramos la cena servida. De modo que nos quedamos a cenar.
                Mientras lo hacíamos, bajo un cielo malva con una sola estrella, los niños prendieron unas antorchas en la cocina, y se fueron a explorar las tinieblas en los pisos altos. Desde la mesa oíamos sus galopes de caballos cerreros por las escaleras, los lamentos de las puertas, los gritos felices llamando a Ludovico en los cuartos tenebrosos. Fue a ellos a quienes se les ocurrió la mala idea de quedarnos a dormir. Miguel Otero Silva los apoyó encantado, y nosotros no tuvimos el valor civil de decirles que no.
                Al contrario de lo que yo temía, dormimos muy bien, mi esposa y yo en un dormitorio de la planta baja y mis hijos en el cuarto contiguo. Ambos habían sido modernizados y no tenían nada de tenebrosos. Mientras  trataba de conseguir el sueño conté los doce toques insomnes del reloj de péndulo de la sala y me acordé de advertencia pavorosa de la pastora de gansos. Pero estábamos tan cansados que nos dormimos muy pronto, en un sueño denso y continuo, y desperté después de las siete con sol espléndido entre las enredaderas de la ventana. A  mi lado, mi esposa navegaba en el mar apacible de los inocentes. “Qué tontería  __ me dije__, que alguien siga creyendo en fantasmas por estos tiempos”. Solo entonces me estremeció el olor de fresas recién cortadas, y vi la chimenea con las cenizas frías y el último leño convertido en piedra, y el retrato del caballero que nos miraba triste desde hace tres siglos antes en el marco de oro. Pues no estábamos en la alcoba de la planta baja donde nos habíamos acostado la noche anterior, sino en el dormitorio de Ludovico, bajo la cornisa y las cortinas polvorientas y las sábanas empapadas de sangre todavía caliente de su cama maldita.
Octubre 1980.
                                                                                                                                             Gabriel García Márquez               Doce cuentos peregrinos